domingo, 8 de febrero de 2009

Lejos de desmayar la capacidad de asombro, las reiteradas visitas al Museo del Prado, prporcionan siempre renovados descubrimientos y hallazgos inéditos.
En la última que realicé no hace ni un mes, me reencontré con Van Dyck, siempre poco favorecido en su obra por la fotografía.
Admirar su pintura en vivo es imprescindible para comprender la magnificencia de su arte, la fina erudición clásica de su composición y un algo espiritual que le coloca en el parnaso de los genios y le separa de los grandes artistas a secas.
Fotografiada su obra aparece plana, anodina aunque hábil y, tan discreta en su cromatismo, que uno corre el riesgo de pasar por alto lo más profundo de su mensaje.
Me removió por dentro muy especialmente el retrato de su amigo el pintor manco Martin Ryckaert, donde se enlazan el conocimiento psicológico del personaje y la madura capacidad de reflejarlo en el lienzo calladamente y sin alardes gestuales.
La mirada del retratado es un compendio de sutilezas, un resumen de vida. La atmósfera que Van Dyck antepone entre Ryckaert y el mundo es la vida misma carcomiéndole las ilusiones, las alegrías y los sueños a su amigo. Ryckaert, derrotado ya por el peso insufrible del tiempo, posa, casi desmoronándose, sobre el recio sillón.
Una obra maestra que hay que admirar in situ.

domingo, 23 de septiembre de 2007